Friday, February 02, 2007

A media noche y cerca de la madrugada

Esta oscuridad, a la que me he acostumbrado desde que el poste de luz de la calle de enfrente se descompuso, me dice que sigue siendo de noche. Talvez se acerque la madrugada o puede ser que haya soñado mucho en un lapso corto de tiempo.

Lo cierto es que no soporto el ruido que hacen las chicharras del monte que está justo detrás de mi ventana. La piel se me cae a pedazos por este maldito calor y mi lengua, tan seca como mi jardín, me reclama ir en busca de un vaso de agua.

De malhumor y abochornada, bajo de la cama apoyando los pies sobre el piso caliente. Comienzo a buscar las chanclas que compré la semana pasada en el centro, pero seguramente se fueron una vez más hacia debajo de la cama y me duele demasiado la espalda como para seguirlas buscando.

Bostezo y avanzo hasta la ventana. Al mismo tiempo me decepciona tremendamente ver que ya estaba abierta; hasta hoy me he dado cuenta de que da lo mismo, tenerla o no, llenando ese hueco en la pared.

Camino hacia la puerta, froto mis ojos llorosos y logro abrirlos por completo. Aún así, no estoy dispuesta a exponerlos a la luz. Confío en los cuatro sentidos que me sobran y en mis escaleras sin azulejo ni barandal. Casi creo que tengo los escalones contados y medidos.

Llego a la planta baja. Conozco mis pies y los tabiques que detienen las puertas. Doy un paso tras otro, cada vez con menos cuidado, hasta llegar triunfante a la cocina, sin un solo golpe en los pulgares.

Bendito ventilador de techo, la mejor inversión de mi vida. No sé porque siempre condeno a mi cocina si en ella he encontrado también el enorme refrigerador, no tan reluciente como el del comercial, pero sí el mas hermoso oasis en este desierto que se llama Verano.

Abro la puerta, mi ropa de dormir se ilumina y percibo un vago olorcillo a queso. Verduras, jamón, leche y a un costado, la jarra transparente de dos litros, mi trofeo contenedor de agua fresca. Sin tiempo de elegir un vaso de la rústica vitrina de mi comedor, decido tomar de una vez el recipiente que se ofrece alegre a mis manos. Cumplo con el propósito de mi travesía nocturna y complazco a mi garganta.

Después de fallar mi intento de beber todo de un solo sorbo, me veo en la terrible obligación de tener que buscar el trapeador, pues pienso que, a mi edad, no podría soportar cualquier resbalón ni caída dolorosa. Acomodo el traste vacío dentro del desordenado fregadero y diviso la madeja de hilos que tanto aborrezco. Tomaría unos cuantos pasos llegar hasta la barra de madera, sin tomar en cuenta el esfuerzo que resultará secar el suelo. Enfrento las condiciones y finalmente decido hacerlo en otro momento.

Arrastro los pies y me deslizo lentamente hacia la planta alta. Dejo atrás el último escalón y comienzo a buscar a tientas la entrada al terrible infierno al que, en mala hora, asigné como mi habitación.

La sofocante corriente de calor denso y egoísta me obliga encontrar una función a las ventanas. Corro las cortinas buscando simpatizar con la brisa inexistente a la que nunca he llegado a acostumbrarme. Me acerco a la cama y tropiezo escandalosamente con las baratas, pero inútiles, chanclas de plástico que decidieron salir y acomodarse de ese lado de mi habitación.

Aletargada, apoyo mi cabeza sobre la almohada mal cocida que me hice el año pasado. Pateo mis sábanas hacia el suelo y extiendo los brazos y piernas. Deben faltar horas para que el despertador cumpla con su nefasta función o, al menos, eso me gusta creer.

El día amanecerá a veinticuatro grados centígrados y me levantaré a treinta y dos. Trapearé la cocina y moveré mi cama hasta allí, pues he descubierto las opciones de comodidad que ese lugar me ofrece. Aunque mi segunda opción resulta más convincente. Conseguiré otro refrigerador para acomodarlo dentro de mi habitación, no sé cómo he sobrevivido en Ciudad Victoria sin aire acondicionado.

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